Un país ajeno y próximo

Un país ajeno y próximo

Cuando llegué a Madrid a mediados de los 60, después de haber pasado buena parte de mi infancia en Noruega, tuve la sensación de haber aterrizado en lugar ajeno, al que no pertenecía, en el que todo me resultaba extraño: el laberinto de calles con olor a gallinejas y vermut con sifón del barrio de Lavapiés al que nos trasladamos a vivir, las gentes con todos los acentos que lo poblaban, sus tiendas de ultramarinos todavía con decorados de posguerra..., e incluso el español, que era como mi segunda lengua. Hasta entonces, los únicos lazos que me unían a España eran las pequeñas vacaciones que, cada verano, pasaba en Granada para visitar a la familia, los tebeos del Capitán Trueno y del Jabato que una vez al mes me enviaban mis abuelos, las películas de Joselito, que, curiosamente, causaban furor entre los niños noruegos, como Arne, Helen, Erik y Tore, algunos de esos amigos con los que compartía tantas cosas en Oslo, Trondheim, Larvik o Bergen, salvo el nombre, los ojos azules y el pelo rubio.

Pero aquella aventura infantil entre la nieve, el sol de medianoche, los paseos en bicicleta hasta el colegio, los largos inviernos a 30 oC
bajo cero, las excursiones primaverales al fiordo..., terminó el día en que regresé a España y tuve que empezar a redactar de nuevo mis primeros años de vida. Casi sin darme cuenta, poco a poco fui sustituyendo paisajes, personas y palabras: el Parque Vigeland de Oslo por El Retiro de Madrid, el norske skoler por los Salesianos de Atocha, a Tore por Chema, los esquís por un balón de fútbol, tusen takk por «muchas gracias», el sol que apenas se asomaba por las tardes sofocantes, los juegos sobre hielo por las sesiones dobles en el cine Olimpia, un país recién pintado por otro a medio construir.

Y el tiempo fue transcurriendo y, con él, unos recuerdos fueron dando paso a otros. Algunos me gustaría olvidarlos para siempre, pero otros permanecen imborrables, quizá porque aquella España que un día me resultó ajena se fue haciendo cada vez más próxima. Al fin y al cabo, casi fui creciendo con ella, superando la inocente infancia llena de dudas de los 60 y entrando en la adolescencia cargada de esperanza de los 70, la década en la que cumplí 18 años y creí hacerme mayor, como este maravilloso país, que también decidió hacerse mayor aquel 20 de noviembre de 1975 y terminar de construirse.

José M. (1956)

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