QUERIDOS RECUERDOS

El quiosco de golosinas

El quiosco de golosinas

Si allá por los años 60 alguien hubiera tenido la brillante idea de hacer una estadística de los sitios más visitados por los niños y niñas del barrio en el que vivía (colegios y hogares al margen, que eran lugares de obligada visita), estoy convencido de que encabezaría la lista aquel pequeño quiosco de golosinas «de toda la vida», o sea, que daba la impresión de que siempre había estado allí, y que para algunos acabó convirtiéndose casi en su «segunda residencia». Y es que, a pesar de sus escasos tres metros cuadrados, en él no era difícil encontrar cualquiera de las golosinas (también chucherías o chuches, según gustos del personal) que más nos gustaban entonces. Por supuesto, no faltaban los palotes, los Chupa Chups, los confites de anís, los Conguitos, las gominolas, el regaliz negro, rojo y de palo, las piruletas, los caramelos de todos los tamaños y sabores, incluyendo los sabrosos Chimos y Pez, las pipas saladas o no (mejor si eran Facundo)... y, por descontado, los chicles, entre los que sobresalían los Bazoka (sin duda, el más hinchable), Cheiw, Nina, Dunkin y, por supuesto, Cosmos, que tenía uno con sabor a regaliz que me encantaba, y eso que el chiche más bien parecía un trozo de neumático.

¡Ah!, bueno, y que no se olviden las monedas de chocolate, las pastillas de leche de burra, los Pitagol, los «flags» o «flashs», según interpretación lingüística, como los Flaggolosina, que podían chuparse a pelo, o sea, sin enfriar, o a modo de polo después de meterlos en la nevera, y desde luego los cigarrillos de chocolate, que parecían reales y hacían que, con uno en la mano o en la boca haciendo como si te lo fumaras, te creyeras que eras un chico mayor.

En fin, todo un surtido de pequeñas delicias que bastaban para satisfacer nuestros dulces caprichos infantiles, aunque ello significara que no había forma de que nuestra hucha de ahorros creciera. Y es que, cada fin de semana, tardábamos poco en invertir las escasas cinco pesetas de paga que nos daban en aquel pequeño quiosco de golosinas que, como el que no quiere la cosa, nos endulzaba la vida casi al mismo ritmo que secaba nuestros bolsillos.

José Molina

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