Vacaciones de agua y lumbre

En el pueblo, cuando llegaban las vacaciones de verano, muy pocos podían irse a descansar a la playa, y mucho menos de turismo al extranjero. No había medios ni costumbre. Y, a veces, ni siquiera tiempo libre: las tareas del campo y el cuidado de los animales no son fáciles de «aparcar» ni siquiera por unos días.

Pero para los niños la llegada del calor era motivo de alegría: igual que ahora, estábamos deseando terminar las clases y cambiar la rutina escolar por largas jornadas al aire libre. Todo valía para refrescarse y dar rienda suelta a la «libertad recobrada» después del curso: baños en el río, algún estanque cuya agua se usaba para regar los huertos o el depósito del agua del pueblo. No teníamos grandes piscinas, como la del Parque Sindical donde se reunían los madrileños para remojarse. Muchos de los que nacimos y crecimos en esa época en aldeas del interior no conocimos el mar hasta que fuimos adultos y ya habíamos formado nuestra familia; cuando ya, nosotros sí, empezamos a salir de vacaciones.

Pero era difícil que nuestros padres pudieran llevarnos antes. Ellos mismos apenas habían salido del pueblo tampoco, a veces ni siquiera habían visto Madrid. Tampoco es que los medios de transporte público facilitaran mucho las cosas. Las vacaciones de Navidad eran completamente distintas. Entonces casi nadie hacía viajes en esas fechas. Desde que acabábamos el colegio hasta después de Reyes, salíamos muy poco. Eran fechas para estar recogidos, en familia, al calor de la lumbre.

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