El cine

El cine

En el cine del pueblo proyectaban dos películas cada semana. Una, el domingo a las cinco de la tarde para todos los públicos y, a continuación, otra para los mayores.

Ir al cine conllevaba un ritual. Mucho antes de las cinco ya estábamos los niños esperando a que abrieran la puerta, regodeándonos imaginando, por lo que aparecía en el cartel, cómo sería el argumento. ¿Richard Widmark hará de bueno o de malo? ¿Quién se quedará con la chica, Charlton Heston o Gregory Peck? ¿John Wayne y Robert Mitchum serán amigos o enemigos en esta peli? Ojalá sean amigos; pero si son enemigos, qué buena pelea.

Las fabulaciones acababan cuando la puerta se abría. Se apagaban las luces y sonaba la sintonía del No-Do. Nos encantaba el No-Do. En él podíamos ver el gol de Zarra que habíamos escuchado por la radio, media docena de pases de Manolete y hasta algunas escenas de cintas autorizadas para mayores de 18 años. Y, luego, la película. Acompañábamos a los vaqueros cabalgando sobre las butacas, disparábamos sobre los japoneses, avisábamos a Tarzán para que no lo sorprendiera el malo...

Cuando salíamos a la calle, pasábamos horas recordando los mejores momentos y, por la noche, nos dormíamos imaginándonos ser el protagonista. De la película del domingo dependía a qué íbamos a jugar a lo largo de la semana. Si echaban una de espadachines, toda la semana jugando a espadas; si una de gánsteres, a policías y ladrones; si de Tarzán, siete días haciendo el mono.

Cuando crecimos un poco, la película del domingo determinaba también nuestras fantasías románticas. Una semana tocaba liberar a Virginia Mayo de los piratas; otra, pasear con Audrey Hepburn por Roma. Añoro esos tiempos en que las películas no duraban dos horas, sino siete días.

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