Las fiestas del pueblo

Durante las vacaciones de aquella época no había mayor ilusión, especialmente para los más pequeños, que poder ir al Cristo, es decir, a las fiestas patronales del pueblo. Por aquel entonces, desde luego, pocas vacaciones había, pero no había nadie que faltara. Los que vivían allí aparcaban hasta el ganado para disfrutar unos días, y los que ya habían decidido hacer las maletas e irse a la capital se las arreglaban como fuese para no faltar a la cita. Y es que, cuando llegaban aquellos días, todo cambiaba hasta de color. Era como si solo entonces se pudieran hacer cosas que luego desaparecían. Los pequeños, por ejemplo, enloquecían al ver aquellos carritos de ruedas con helados de vainilla, chocolate, fresa y nata, y barquillos con forma de barquito o de cucurucho, que era una delicia casi extrasensorial. Y cómo no ensimismarse cuando se montaban en los tiovivos, la noria o los caballitos, que entonces les parecían la mayor de las aventuras aeronáuticas. Tampoco faltaban, por supuesto, las procesiones del Cristo, con todo el pueblo respetuosamente tras él. Los ricos del pueblo, claro, delante, con sus calcetines y sandalias blancas y sus vestidos emperifollados; los menos pudientes a continuación, bien ataviados con sandalias de color y calcetines tostados, y vestidos de «vichy» con más o menos adorno. Detrás de todos, los pobres, con alpargatas y zapatos reservados para días muy festivos. Pero todo se olvidaba al compás de la banda de tambores y cornetas, al apagarse la tarde y bailar con entusiasmo algún que otro pasodoble o, ya caída la noche, maravillarse viendo el castillo de fuegos artificiales, que parecían iluminar el universo.

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