Blog de Dolors Colom Masfret. Plusesmas.com

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Directora Científica del Master Universitario de Trabajo Social Sanitario. Estudios de Ciencias de la Salud. Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Profesora asociada del Grado de Trabajo Social. Universidad de Barcelona (UB). Directora de la revista Agathos, atención sociosanitaria y bienestar.

Las palabras que se dicen y las palabras que se escapan

viernes, 24 de enero de 2014

A 24 de enero de 2014

Recuerdo hace alrededor de veinte años, en un Congreso en Bilbao, me colocaron uno de estos micros inalámbricos que entre otras ventajas me daba libertad de movimientos sobre el escenario. Era la primera vez que usaba un aparato de éstos que a priori resultaba muy cómodo. Cuando uno está dando una conferencia sabe muy bien que está dando una conferencia, sabe muy bien que no está en el salón de su casa conversando con amistades, sabe que está hablando de algo que le han encargado y sus palabras están cuidadosamente escogidas de acuerdo al contenido de la exposición. Cuando uno da una conferencia las palabras que se dicen antes se han buscado, se han pensado, se han elaborado de acuerdo a los contenidos de la conferencia encargada.

Pero siguiendo con el asunto que deseo desarrollar hoy, nunca he escrito sobre ello y lo he hablado pocas veces, muy pocas. Mientras uno está dando su conferencia, en la sala, grande o pequeña, ocurren infinidad de cosas: en medio del público un par de personas se están riendo cuando la exposición no tiene nada de cómico; en un extremo nada más acabada de empezar la conferencia unas cuantas personas se levantan y se van sin tiempo de apreciar los contenidos de la exposición; en el otro extremo un grupo está hablando de sus cosas como si el conferenciante fuera un auxiliar de vuelo explicando donde está el chaleco salvavidas y por donde se sale del avión en caso de accidente; algunas personas que entran tarde van revoloteando buscando su asiento; otras personas se cambian de butaca al ver al conocido más adelante, o más atrás; otras están atendiendo su teléfono entrando y saliendo de la sala, constantemente se escuchan sonidos diversos de móviles tabletas etcétera, y aunque sean las más, al conferenciante le parecen unas pocas las que están atentas a su disquisición.

A pesar de todo, el conferenciante debe seguir estoicamente con su conferencia y, al mismo tiempo, debe gestionar estos múltiples movimientos exteriores en su interioridad para que su mensaje no se vea alterado, para que su tono de voz no refleje su desagrado, para que el hilo conductor del discurso no se vea cortado, en definitiva, se ve obligado a disimular, a recorrer a la educación, a ser diplomático, a hacer como que no pasa nada o hacer como que lo que pasa es parte del guion. Le toca echar miel al malestar que se va generando en su interior.

En esa conferencia de Bilbao, en un extremo alto de la sala había un grupo de personas que no dejaron de hablar un segundo, con lo fácil que es, en estos casos, quedarse fuera. Cuando se acabó la conferencia, los aplausos paliaron en gran medida la molestia del grupo charlatán, agradecí al público su afecto, recogí mis cosas y me fui. Pero nada más poner el pie fuera de la sala, con la persona que me acompañaba, me despaché a gusto. En privado, solté todo lo que, por educación y respeto a las personas que si estaban escuchando, había tenido que disimular en la sala. Estaba yo con mi retahíla y de pronto vi salir alguien corriendo tras de mi dando voces. Estaba tan en lo mío que no pensé que aquellas voces tuvieran que ver conmigo.

¡Horror! Llevaba el micrófono conectado y toda mi pataleta se estaba escuchando en directo en la sala, por suerte, la estaba dando en catalán. Hay que saber mucho catalán para entender una pataleta, así que me salvé por los pelos y también porque el murmullo de la sala actúo a modo de manto que no dejaba entender lo que yo decía. Pero aquel día aprendí que entrábamos en otra época, las tecnologías de voz, darían relieve a las palabras que se dicen pero también a las palabras que se escapan.

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